Editorial







Como se sabe, en una fiesta puede pasar todo y nada. Pero, por regla general y si la ocasión amerita cierto despliegue parafernálico, confiamos en que habrá una mínima garantía de alegría. Por nuestra parte, la fiesta os brinda la posibilidad de resurgir, y no hablamos sólo de pagar esta publicación impresa. Hablamos de encontrarnos con nuestra gente, de reunirla toda en una noche. Así fue nuestra fiesta inolvidable. La invitación esta vez fue a actuar el concepto, y algunos nos hemos encontrado felizmente con el Peter Sellers que nos habita.
Algunas horas después del acontecimiento, la sensación es que no se borrará tan fácilmente esa noche que fue el escenario de elementos festivos tan dispares. Lapsus, con sus swings y surfers, sus sones de Henry Mancini; Les minon, piedra angular de la fiesta: 8 chicas resueltas que despliegan en escena un recorrido retro de cumbias; los y las modelos producidos por Ivy la vestuarista, todo el glamour con el que desbordó la pasarela; el Guasón, sus presentaciones y sus sarcásticas risas inmemoriales; y nuestra querida Marlene Dietrich (Nati Risso) que nos ha conmovido con sus monólogos en escena. Todos latidos de una misma noche en la facultad de Humanidades. Ahora queda por escrito para resguardarla del olvido.

En lo que sigue se podrán ver los efectos materiales de aquella fiesta; es decir, el formato impreso de este número 4 de La ventana indiscreta. En este caso, formado por el extravagante conglomerado que reúne a figuras como Tomás Abraham, Marcel Proust y Alberto Migré (coordenadas exclusivas de Julio César Moran), Damián Szifrón, Echarri, Paola Krum, Alejandro Rozitchner, filósofo filibustero de Mariano Grondona, David Fincher, Edward Norton y Brad Pitt, Penélope Cruz y Pedro Almodóvar, el nuevo Superman (que nos ha iniciado en nuestro experimento radiofónico), Isabelle Huppert y Claude Chabrol, Tsai Ming Liang, y hasta André Bazin.
Entre fiesta y fiesta -y a menos de un año de nuestro surgimiento- nos encontramos con el primer objetivo resuelto: estas misteriosas apariciones trimestrales. Todas ellas fueron acompañadas de un distintivo esencial, en este caso ha sido la TV. Sólo nos queda agradecerles a nuestros lectores por elegir nuevamente esta revista. Aquí nos quedamos, a la espera de vuestras opiniones. Calificadas o calificables, nutren el amor por el cine.

Cine, distopía y prospectiva

Por Francisco J. Goin


Cuando el destino nos alcance

Un anciano, recostado en una camilla, observa en una habitación dotada de varias pantallas gigantes las escenas idílicas de la Naturaleza en su apogeo: un ciervo tomando agua en el medio de un arroyo, una cascada, pastizales al viento, un bosque en otoño. Atrás ha quedado una vida de penurias en un planeta superpoblado: el agua racionada, el alimento racionado, muchedumbres en los espacios públicos, minúsculas viviendas en las que sus moradores vivirán sus destinos de hormigas obedientes. El anciano no lo sabe, pero será asesinado en pocos segundos más. Su cuerpo será convertido en galletas de color verde, necesarias para alimentar a las muchedumbres crecientes, ignorantes de su origen último. Un hombre (encarnado por Charlton Heston) descubrirá el horror, el genocidio, el dilema moral: a partir de cierta edad, somos el alimento balanceado de los otros. Distópica por excelencia, la película Cuando el destino nos alcance (Soylent Green, 1973) nos advierte sobre el futuro de pesadilla que habrán de sufrir nuestros nietos como consecuencia del incremento exponencial de la población humana.

Distopía es aquella visión anti-utópica de un posible mundo futuro. Si la utopía incluye una visión idealizada, mejorada o paradisíaca del mundo por venir, la distopía es la proyección de los temores actuales del hombre, una visión infernal del futuro posible. Una búsqueda rápida de la palabra distopía en el cine y la literatura permite hacer una primera diferenciación: las obras verdaderamente distópicas son aquellas en las que el futuro tan temido constituye el eje central de las mismas –parafraseando a McLuhan, aquellas películas en donde el mensaje es el medio. Por el contrario, existen numerosas obras en las que el futuro distópico es un mero escenario, un marco en el cual se desarrolla una trama determinada (dramática, policial, bélica, etc.).

Prospectiva es la proyección a futuro de determinados parámetros o tendencias verificables en la actualidad. Un ejemplo clásico de prospectiva (a propósito de Cuando el destino nos alcance) es aquel realizado por los investigadores sociales sobre la demografía humana. Proyectando a futuro los índices actuales de natalidad y mortalidad, por ejemplo, se ha señalado que hacia mediados del Siglo XXI la población humana mundial habrá alcanzado su máximo absoluto, con algo menos de 10.000 millones de habitantes. A partir de allí, se infiere una meseta y un paulatino descenso de la población, hasta alcanzar un equilibrio de, tal vez, unos 8.000 millones de habitantes.

Mientras que la distopía es una visión de mundo, la prospectiva es una herramienta de análisis. Ambas tienen un campo de acción común: el futuro, a partir de los datos del presente. (Ambas tienen, también, la misma limitación esencial: la calidad y cantidad de los datos del presente). El artista distópico utiliza su imaginación para proyectar sus pesadillas en el tiempo. El investigador prospectivo emplea el cálculo numérico para hacer más o menos lo mismo. Generalmente, las distopías surgen a partir de prospectivas previamente elaboradas. La película El día después de mañana, por ejemplo, surgió después de que muchos científicos alertaran sobre una paradoja climática: el calentamiento global podría devenir en un enfriamiento del Hemisferio Norte a ambos lados del Atlántico. La película, sin embargo, no es una verdadera distopía sino que, sobre un escenario distópico, fue aplicado un guión convencional de drama y aventura (padre que salva al hijo y sus amigos de una situación desesperada, padre que se reencuentra con el hijo, etc.).

Los párrafos precedentes nos introducen a las tres preguntas a las que se intenta responder en este ensayo: En primer lugar, ¿son prospectivas las distopías?; luego, ¿anticipan el futuro las distopías del cine?; finalmente, ¿cuál es el trasfondo en el que un artista produce una visión distópica del mundo? Adelantamos las respuestas: (1) no; (2) más o menos; (3) el trasfondo es moral.

El canon

La enciclopedia on-line Wikipedia nos ofrece una módica lista de menos de veinte películas susceptibles de integrar el canon distópico, a saber: Metrópolis (Fritz Lang, 1927); La jetée (Chris Marker, 1962); Fahrenheit 451 (François Truffaut, 1966); La naranja mecánica (A Clockwork Orange, Stanley Kubrick, 1971); Naves misteriosas (Silent Running, Douglas Trumbull, 1972); Cuando el destino nos alcance (Soylent Green, Richard Fleischer, 1973); Zardoz (John Boorman, 1974); Mad Max (George Miller, 1979); Blade Runner (Ridley Scott, 1982); 1984 (Michael Radford, (1984); Brazil (Terry Gilliam, 1985); Doce monos (Twelve Monkeys, Terry Gilliam, 1995); Ghost in the Shell (Mamoru Oshii, 1996); Gattaca (Andrew Niccol, 1997); Dark City (Alex Proyas, 1998); Nivel 13 (The Thirteenth Floor, Josef Rusnak, 1999); The Matrix (hermanos Wachowski, 1999); Equilibrium (Kurt Wimmer, 2002); V de Vendetta (o V de Venganza, James McTeigue, 2006).

En realidad, podrían ser treinta o cuarenta, pero también podrían ser menos de diez. Veamos un ejemplo: The Matrix, cualquier bodrio de la saga. Sin saberlo, la Humanidad vive dominada por robots y por una especie de software desbocado, simbolizado en uno o muchos Mr. Smith. Somos las baterías de ese mundo siniestro. Unos pocos Hombres y Mujeres Despiertos luchan contra el sistema mediante una guerrilla virtual incomprensible. Se enchufan el cerebro con unos cables y aparecen haciendo artes marciales contra los Mr. Smith en habitaciones o plazas virtuales. El proletariado libre de The Matrix vive bajo tierra esperando la batalla final contra los malos. Estos últimos envían unos pulpos metálicos para matar a los disidentes, pero al final parece que pierden. De todos modos la cosa se decide en los espacios virtuales, en donde también hay disidentes entre el software, esta vez simbolizados por una anciana de color, que fuma y hace bizcochos en hornos virtuales. En fin, ya no me acuerdo quién gana, pero pareciera que no es Mr. Smith. El problema básico de The Matrix es que es demasiado inverosímil como para despertar algún interés. Un segundo problema es que el nudo dramático no se resuelve entre hombres o sistemas sino entre El Hombre y El Software, lo cual no por desconcertante deja de ser una pavada. En síntesis, ¿cuál es la distopía de The Matrix? Al igual que en El día después de mañana, el elemento distópico aparece como telón de fondo de la verdadera película: una exhibición de patadas voladoras y héroes esquivando balas en cámara lenta o manejando naves espaciales de diseño retro. Que The Matrix se haya convertido en un film de culto para nerds adolescentes no le agrega un gramo de valor distópico adicional. Es otra porquería de Hong Kong, otra peli de cunfú o taicuondo estilizado.

Ahora bien, ¿es distópica Metrópolis? Extraña mezcla de Octubre con El Gabinete del Doctor Caligaris, vista desde el mirador del Siglo XXI la trama de esta película nos resulta algo inocente. Una especie de delirio místico en el que el amor y la comprensión del hijo del dueño de una megacorporación habrá de interceder entre este último y el ejército de obreros bajo su mando, los que realmente hacen funcionar a Metrópolis. Todo esto con cierta religiosidad de catacumbas (la María buena), robots (la María mala), máquinas de pesadilla y un perfil urbano futurista, con aviones y zepelines sobrevolando los rascacielos. Realizada diez años después de la Revolución Rusa, nos preguntamos qué quiso transmitirnos Fritz Lang. ¿Una alternativa a la lucha de clases?

Una mirada de contexto, sin embargo, permite apreciar un contrapunto interesante: el universo utópico de los ricos y acomodados (esa Nueva York futurista y luminosa que resulta ser Metrópolis) versus el infierno distópico de los sumergidos, los explotados por la Revolución Industrial (que viven, literalmente, en el subsuelo). En síntesis, podría argumentarse que la distopía de Metrópolis radica en mostrar la vida bajo el poder omnímodo de un sistema (en este caso, el Capital) asociado a las máquinas. Desde este punto de vista, podría argumentarse que la mayor parte de las películas distópicas posteriores constituyen variaciones sobre Metrópolis.

El párrafo anterior nos lleva a una primera distinción. Se ha puesto poco énfasis en el contexto político-sistémico en el que se desarrollan las distopías cinematográficas. Adelantamos, pues, la siguiente hipótesis: las distopías del cine nos muestran versiones paroxísticas del Estado y del mercado.

La principal lucha ideológica del Siglo XX, Capitalismo vs. Marxismo, alcanza su clímax en las manifestaciones distópicas del cine y la literatura bajo la forma de sistemas de opresión, en los que los seres humanos son meros juguetes de fuerzas que les exceden y ante las cuales no hay salida victoriosa. Ejemplos de distopías de Mercado son, por ejemplo, Metrópolis, Blade Runner y Código 54; por su parte, las distopías de Estado incluyen a 1984, Fahrenheit 451, La Naranja Mecánica, Brazil y Doce Monos, entre otras. Es imposible no ver paralelos entre los avatares políticos del Siglo XX y la producción distópica. Siempre contextualizadas por la tensión mercado-Estado, las películas distópicas suelen hacer hincapié en algunos aspectos determinados de dicha tensión. Metrópolis nos advierte sobre la deshumanización del trabajo mecanizado, tópico frecuente en la literatura ya desde fines del Siglo XIX. 1984 y Fahrenheit, cercanos a las experiencias del stalinismo y del fascismo, hablan de estados netamente totalitarios. La Naranja Mecánica introduce el tema de la violencia marginal y de la violación psíquica del individuo al servicio del adaptacionismo social. Brazil explora los mecanismos burocráticos del estado autoritario. Más cercanos en el tiempo, Blade Runner y Código 54 imaginan los excesos de las megacorporaciones libradas a su antojo, tanto para la producción de robots autoconcientes como para la regulación genética de las personas. En el medio está el hombre común, inerme y solo.

La era del miedo

Recuerdo con precisión a mi profesor de Geografía del colegio secundario. Un hombre serio y metódico, dado a los números de la Geografía Humana y a las proyecciones. Algunas de sus frases perduraron en mi mente durante décadas: “A la Argentina le quedan cuarenta años de petróleo”. Dicho en 1973, el plazo parecía ridículamente largo, fácil de saldar con nuevas tecnologías casi al alcance de la mano. No obstante, mi profesor era optimista; relevante para este artículo es la siguiente perla, una entre sus (agudas y numerosas) reflexiones: “Un año después de publicadas las predicciones de Malthus, se inventaba la cosechadora”. Era su forma de inyectarnos optimismo: los sombríos cálculos de Malthus en torno al crecimiento de la población humana no tenían en cuenta las nuevas tecnologías productoras de alimentos, ni la prodigiosa capacidad humana de inventar e innovar. Poco después vi Cuando el destino nos alcance. Confieso que me burlé interiormente de esta película. No me creí la mirada de espanto de Charlton Heston en la fábrica de galletas, cuando advierte la verdad sobre el destino de los viejos.

Sin advertirlo, mi mirada reflejaba el optimismo (el utopismo) tecnológico de la época, la falta de conciencia sobre la idea de límites (al desarrollo, al aprovechamiento energético, a la extracción de recursos, a la expresión política de los mecanismos de cambio social, a la realpolitik de la Guerra Fría, al estrecho margen de acción que el capitalismo dominante estaba dispuesto a conceder a regiones enteras del planeta). Pocos años antes se había pisado la superficie de la Luna. Pocos años después (1980), la revista Time reemplazaba en la tapa a su “Man of the Year” por el insólito “Machine of the Year”: una computadora personal. Por supuesto, existían Biafra y Bangladesh, pero ¿qué eran si no la expresión fallida de la idea de progreso? Para eso estaba la Revolución, que cambiaría radicalmente las condiciones de vida de los pueblos. La izquierda repetía, inadvertidamente, un tópico clásico de la ideología del American Way of Life: lucha, lucha que alcanzarás tus sueños.

En 1973 se publica el influyente Los limites del Crecimiento, de Meadows y colaboradores. Hacia esa época estallan los precios del petróleo. El Departamento de Estado norteamericano decide tranquilizar el patio trasero, por lo que comienza la última ola de dictaduras latinoamericanas, asiáticas y africanas, esta vez con una nueva herramienta conceptual: el neoliberalismo. En 1980 entran a escena, de la mano de Ronald Reagan, el rearme nuclear norteamericano (supuestamente atrasado con respecto al soviético) y el capitalismo financiero de las grandes corporaciones, con una nueva idea-fuerza: la denominada globalización. La cultura popular occidental se vuelca al dark, al punk y al concepto de no future. El cine hace lo suyo. Continúa la Era del Miedo.

Una mirada retrospectiva permite apreciar por qué decimos que la era del miedo continúa, antes que empieza. El miedo a la superpoblación humana comienza masivamente en la década de 1950, cuando las Naciones Unidas comienzan a publicar estadísticas globales sobre el crecimiento anual de la población y sobre las tasas de natalidad y mortalidad en cada continente. Antes, el surgimiento del nazismo y del fascismo habría de impactar fuertemente en las conciencias liberales de la época. Aún antes, las purgas del estalinismo horrorizaron a buena parte de la generación contemporánea a la Revolución Rusa. Los temores y advertencias sobre las consecuencias de la contaminación ambiental se disparan hacia la década de 1970 (con Primavera silenciosa, su texto emblemático). Finalmente, la producción literaria dedicada a explorar, ficticia o prospectivamente, temas como la inteligencia artificial, el código genético o el cambio climático, aparece masivamente en las décadas de 1980, 1990 y 2000, respectivamente. No parece casual la modernización conceptual de los cineastas distópicos en torno a cada uno de estos temas a lo largo del tiempo, así como tampoco el abandono de algunos de estos escenarios. Hoy sabemos, por ejemplo, que la producción mundial de alimentos no debería representar límite alguno a la demografía humana en su escala actual (como siempre, el problema es la distribución, no la producción). Estas constataciones nos llevan a formular una segunda hipótesis: más allá de sus contextos, la producción distópica cristaliza temores sociales específicos (las prospectivas distópicas) de cada época en particular.

Como en un collage irregular y sorpresivo, el artista distópico introduce en la obra factores de impacto prospectivo. Al comienzo de este artículo dijimos que a distopía es la proyección de los temores actuales del hombre. Ahora bien, no se trata de cualquier temor ni de temores individuales. El director de cine, como cualquier otro hombre, lee los diarios y los suplementos dominicales, habla con el vecino y mira televisión. Hasta cierto punto, la obra cinematográfica distópica incluye los miedos colectivos de su tiempo. Percibimos el miedo a la revolución de las masas en Metrópolis, a la perversión de la memoria histórica e individual en 1984 o en Fahrenheit, así como también a la opresión del estado autoritario en estas últimas y en Brazil, al Apocalipsis nuclear en Mad Max, al crecimiento demográfico en Cuando el destino..., a la decadencia estética postmoderna en Brazil, a la fragmentación social en La Naranja Mecánica y Blade Runner, al cambio climático en Blade Runner y Código 54, al control genético en Código 54 y Gattaca, a las armas virales de destrucción masiva en Doce Monos, a la relación Inteligencia Humana-Inteligencia Artificial en Blade Runner o Minority Report, a la contaminación industrial en Blade Runner o Cuando el destino..., a la inmigración masiva y al ascenso económico de Asia en Blade Runner.

“Notable experiencia la de vivir con miedo; eso es la esclavitud” (anteúltimas palabras de Roy Batty, humanoide de la serie Nexus 6, modelo de combate).
Por acumulación, Blade Runner es tal vez la más extraordinaria película distópica jamás realizada. El comienzo es ya el final: la música de Vangelis impacta con sus tonos mortuorios y ominosos, como para que no quede ninguna duda sobre el tipo de mundo que estamos conociendo. Los humos industriales de una Los Angeles siniestra, en permanente penumbra, agobian el aire que mal respira el hormiguero humano. Una llovizna pegajosa impregna las paredes, el asfalto, los edificios herrumbrados, los callejones llenos de basura. La gigantesca pirámide de la Corporación Tyrell no es menos opresiva, y se distingue del resto del perfil urbano por su escala sobrehumana. En fin, ya sabemos quiénes son los malos y cuál es el contexto sistémico del film: la Religión del Capital y del Mercado.

Prácticamente todos los miedos distópicos contemporáneos convergen en Blade Runner: la polución industrial, el cambio climático, el crecimiento demográfico, el dilema planteado por la inteligencia artificial, la inmigración asiática masiva, el cocoliche postmoderno de modas y tendencias, el control social por medio de psicofármacos (recuérdese la propaganda recurrente, en enormes globos voladores, en la que mujeres de aspecto oriental se llevan pastillas a la boca), la fragmentación del cuerpo social (es notable la escena en la que el detective Deckard, antes de asesinar [retirar] por la espalda a la humanoide Zora, atraviesa muchedumbres caóticas entre las que circula un grupo de Hare Krishnas). La perfecta pesadilla humana ya fue inventada en 1982; se llama Blade Runner y sólo nos falta sentir el olor a vómito en los callejones, en donde pandillas de enanos (!) saquean vehículos ultramodernos bajo la lluvia. El tono de policial negro por el que se deslizan los personajes no hace sino acentuar su carácter de perdedores de todo tipo, marginales no ya de un sistema sino de varios: urbano, político, social, intelectual. Algún crítico liviano calificó la película como apologética del consumo. Uno se pregunta qué les pasa a ciertos críticos.

Blade Runner se pregunta, y nos pregunta, qué nos hace seres humanos. No ofrece respuestas, y es muy bueno que así sea (estamos hartos de las películas en las que los hombres “tienen sentimientos” en relación con las máquinas; ¿no tuvieron nunca un perro estos cineastas cuando niños?). Pero además, el director Ridley Scott se encarga de explicarnos, a través de múltiples recursos, que abomina de este futuro. Scott parece emerger detrás de cada fotograma exclamando a los gritos: “Esto está mal! Esto está muy feo!” El tono de censura moral al futuro planteado por Blade Runner se expresa de múltiples maneras: en la iluminación opresiva de casi todos los interiores, en la amalgama de objetos en cada habitación, en el desesperanzado amor de Deckard hacia Rachel, en la tristeza con que aquél retira (asesina serialmente) a cada uno de los humanoides, en las incertidumbres que plantea la distinción misma entre hombres y humanoides. Escuchamos el blues más desgarrador de la historia musical del cine en el preciso instante en que Deckard, después de haber sido molido a golpes por un humanoide, se duerme; esto es, abandona la conciencia. Por último, y a pesar de la infame última escena impuesta por la industria, hacia los tramos finales de la película comenzamos a sospechar de la humanidad de Deckard: él, también, podría ser un humanoide. ¿Y qué?

Nos vamos con la imagen de Deckard derramando una gota de sangre en su vaso de tictac, con sus ojos de miedo, sus ojos de esclavo de la ficción distópica en la que tiene que actuar de ser humano. Forma y fondo, un blues conmueve la pocilga futurista en la que vive. “I’ve seen things you people wouldn’t believe…,” murmura Roy desde las sombras. El futuro, amigos, es la muerte, el fin de la conciencia; el futuro siempre será peor.

Superman Regresa

Un relato sobre la paternidad y la búsqueda de la identidad
Por Eliana Mariano

“Mi nombre es (...) y lo puedo decir porque sé quién soy”
(Fórmula utilizada para presentarse por los organizadores
y participantes del movimiento de Teatro por la identidad)


Todos los superhéroes tienen por lo menos dos identidades: aquella que les permite ser “un hombre como cualquiera” y luego esa otra, la espectacular, la construida con efectos de humo, disfraces y tecnología.

Uno de los principales conflictos a los que estamos acostumbrados a ver sometido al paradigmático Superman es la crisis identitaria que le supone ver su vida dividida entre ese súper-hombre, admirado por toda Metrópolis, y Clark Kent, un muchacho sin gracia intentando conquistar a su compañera de trabajo que lo ignora olímpicamente, cegada de amor por su espléndido alter ego.

Clark Kent es el nombre de adopción; el apellido otorgado por el padre adoptivo, que le permite sobrevivir en este mundo y tener un oficio, amigos, vida-presente. Superman, en cambio, pertenece al espacio de la representación. No tiene carnadura de persona, no posee una existencia más allá de sus apariciones espectaculares que salvan a los mortales de las fuerzas del mal.

Sin embargo, Clark Kent tampoco escapa a la puesta en escena: los lentes, la fingida miopía para ocultar esa otra identidad que también viene a configurarlo. No podríamos asegurar entonces que el periodista es su verdadera identidad, ya que tiene que fingirse antihéroe para ocultar sus superpoderes; ni podríamos asegurar tampoco que Superman es simplemente Superman, ese nombre que lo cristaliza en su mera figura pública.

Sólo hay una certeza para el héroe y esa certeza es su debilidad: la kriptonita. Es que, al fin de cuentas, si hay algo que podemos decir de Superman, es que es un muchacho de Kripton y de esa otredad, y de su verdadera identidad es que este nuevo film de Superman viene a hablar.

Superman regresa, pero ¿de dónde?


En primer lugar, vuelve a la pantalla de cine. Christopher Reeve ha muerto, pero lo reemplaza un nuevo Superman, que también tiene sobre la frente un rulo armado con fijador y unos ojazos azules del espacio exterior.

Desde el ámbito de lo narrado, podemos hablar de otro regreso: Superman vuelve a la Tierra después de haber pasado cinco años en su planeta natal. Qué fue lo que hizo en Kripton todo ese tiempo queda fuera del relato. Del viaje sólo restan algunas huellas: la narración fragmentada de Clark a su madre, impedida por la situación traumática vivida (sólo puede mencionar “Todo ahí era un cementerio”), y los restos de planeta que trajo consigo, tarea que casi lo mata de extenuación (y que casi vuelve a matarlo, al final del relato, cuando los lleve de vuelta a la galaxia). Porque las ruinas de su planeta son más que “un montón de piedras”, también contienen la voz de su padre, la verdad de su origen, el murmullo de su pasado.

El film se inicia con una voz que viene de la muerte: la voz del padre biológico de Superman, que por primera vez pronuncia el nombre perdido:“Kal-el”, llama a su hijo, “he visto mi vida a través de tus ojos”.

El regreso de Superman a la Tierra sucede tal como sucedió la primera vez: una suerte de meteorito cruza el cielo y aterriza en el campo de los Kent. La única diferencia es que esta vez ya no existe el matrimonio Kent: es sólo la madre la que ve el fuego desde la ventana de su cocina y se acerca con su camioneta a recoger otra vez a su hijo adoptivo de entre los escombros. No hay en todo el film una sola mención a la desaparición del señor Kent y tampoco es necesaria: su presencia ha sido reemplazada por Jor-El, el padre biológico. El apellido de sangre lo sepulta.

El acceso al viaje a Kripton sólo será posible a partir de indicios fragmentados, y ya es una constante a lo largo del film la elección de construir el recorrido de la búsqueda de la paternidad en el espacio de lo no-dicho. Ejemplo paradigmático de este recurso es la escena en la que Lex Luthor visita las ruinas del planeta junto a sus secuaces y se aparece, cual la sombra del padre de Hamlet, la figura de Jor-El. El discurso que pronuncia sólo tiene un destinatario posible, pero a quien nombra “Kal-El, mi hijo” es a Luthor, el peor de los receptores, el enemigo de Superman. Podemos afirmar que Superman ya escuchó a su padre, porque sus mismas palabras le repetirá a su propio hijo al final de la película, pero la narración no elige mostrar esa escena posible, sino que prefiere la de la sustitución, el robo del nombre.

En esos delirios místicos que todo villano posee, Luthor se autodenomina Prometeo; él será quien otorgue a los mortales la luz del conocimiento, que en este caso son los misterios de Kripton. (Aunque esas ruinas sólo tengan significado para Superman, para Luthor y el resto de los mortales son solamente “un montón de piedras negras”.)

Prometeo es un dios-padre: el padre de los hombres. Superman se nos presenta en cambio como el Salvador, el hijo de Dios. La concepción del héroe-salvador se refuerza al final del film, cuando Superman, cual Cristo, sea apaleado y arrojado al mar por los matones de Luthor.

“Por qué el mundo no necesita a Superman” es el nombre del ensayo por el que Luisa Lane recibirá el premio Pulitzer. Su hipótesis está centrada en una crítica a las políticas paternalistas: el mundo no necesita un Salvador. Sin embargo, con el desarrollo de la historia, podremos comprender que este texto, lejos de plantearse como una oposición a los líderes carismáticos, más bien se nos presenta como un ensayo catártico de una mujer despechada frente al abandono de su enamorado. “¿Por qué no necesito a Superman?” se pregunta Luisa, y la respuesta es simple: “porque puedo reemplazarlo por Richard, mi nuevo esposo, el nuevo padre de mi hijo”

Superman despierta después de recuperarse de su agotador viaje de regreso a la Tierra. Recorre el campo de sus padres adoptivos y tiene lugar un flash back en el que recuerda cuando era un chico y empezaba a volar. Usaba lentes de miope, pero intentando mantenerse en el aire, los lentes se caen y descubre que no los necesita.

A Jason lo conocemos con un comprensor para el asma en la mano. Intenta saludar a Clark pero el ahogo se lo impide. La confirmación de que Jason es el hijo de Superman (ya tendremos miles de indicios antes y después, como toda película comercial nos satura de información relevante) viene a darse en la escena en la que el chico y su madre se encuentran secuestrados en el barco de Luthor. Jason está tocando el piano y un secuaz de Luthor trata de golpear a Luisa. El chico, enojado, le pega un empujón al piano y el malvado queda aplastado contra la pared del barco. Jason descubre que el asma se calmó, pero que se agita la duda. Fue necesaria una muerte para que surgiera.

Nuevamente Luthor los encierra en un cuarto del barco y Luisa trata en vano de abrir la puerta. Entonces pronuncia la frase impronunciable, reconoce la huella de la paternidad robada, le dice a Jason: “¿me ayudás?” y el chico responde, repentinamente atravesado por una crisis de identidad: “lo siento”. Pero finalmente se levanta, se encamina hacia la puerta, y cuando está a punto de agarrar el picaporte, la narración abre la puerta: es Richard. Y Jason exclama: “¡papá!”

Después de pelear con Luthor, morirse y resucitar, Superman decide devolver a la galaxia los restos de Kripton. Usa casi toda su fuerza para poder realizarlo, y termina en el hospital. Luisa y Jason lo visitan. Luisa cree que se va a morir entonces le susurra en el oído “quiero decirte...”. Y otra vez la verdad no se pronuncia, pero para positivizarla, por si no nos quedó claro, se nos muestra una sucesión de miles de primeros planos de Jason.

Luisa intenta escribir un nuevo ensayo -“¿Por qué el mundo necesita a Superman?”- pero nuevamente se queda sin palabras.

Como no podía ser de otra manera, Kal-El se recupera y va a ver a su hijo, que duerme en una casa que no es la suya, con un padre que no le pertenece. “Hijo mío”, y pronuncia las palabras que le dijera su padre. Por lo menos Jason, o como se llame, tiene una ventaja: es inmune a la kriptonita.
Superman regresa (Superman returns, EEUU, 2006)
Director: Bryan Singer
Producción: John Peters/Chris Lee/ Bryan Singer
Guión: Bryan Singer
Fotografía: Thomas Newton Siegel
Reparto: Brandon Routh, Kate Bosworth, Kevin Spacey

Entrevista a Tomás Abraham

(televisión, cine y filosofía)


Dar con Abraham no es una tarea fácil. Hay que estar preparados, entre otras cosas, para la cuestión de los humores. En esta breve entrevista podrán ver que la filosofía se encuentra catalizada por sus humores. El personaje filosófico que hablaba de televisión en El amante reaparece en este curioso intercambio vía e-mail, hecho de preguntas demasiado serias y respuestas particularmente breves pero contundentes. Nuestras preguntas resultaron ser lo que él alguna vez denominó, hablando de Hegel, filosofía de la larga duración. Y como todos sabemos los tiempos cibernéticos suelen ser tiranos. Digamos que entre nuestras preguntas y sus respuestas iba a haber una incompatibilidad existencial desde el vamos (sustituto del viejo y vetusto a priori). Entonces, por un lado el ejercicio libre de los estilos, que aunque parecen contrapuestos, creemos que se tocan (esto es lo segundo.) Porque, en el fondo, el esfuerzo en esta revista también es darle aceleración al pensamiento. Muchas veces el cine fue precisamente la excusa para vitalizar la recluida retórica del rey-filósofo.


¿Pensás que puede establecerse alguna relación entre cine y televisión? ¿Por qué?

Me parece una relación abstracta. Como si me preguntaran la relación entre un periódico y un libro, o entre mi suegra y la contadora, o entre Messi y Julián Weich, o entre Kirchner y Tristán... Bueno allí, quizás, quién sabe, es posible decir algo: tienen el mismo peinado. La tele incluye al cine, el cine está incorporando cada vez más a la tele. Cuánto tiempo habrá un sitio público y anónimo con butacas y boleterías para lo que se puede ver en un home theater, o en el cine del play room del consorcio. No sé. Lo que sí sé es que el cine en nuestro país es un deporte de masas. Lo único que pasan es kingui kongui, alguna de Almodóvar –que bien podría verse en la tele- alguna de Chabrol, que bien podría no verse, alguna de Allen, que sí justifica pagar una entradita, y las argentinas, que se disfrutan mucho con la pizza y la birra en casa.
La tele por su lado son 80 canales a zapear. Es la calesita del momento. Una pelota por aquí cuando juega chivas contra los tigres, una carrera de autos en Cinecanal, una mordida de puma en el pescuezo de un bambi, una #&%! en el canal Venus y los gritos de los muchachos de Tinelli y el otro de cqc. Y Grondona con sus filibusteros ya amortizados.


¿En qué medida crees que hablar de televisión es cumplir el rol del filósofo?¿Por qué?

El rol del filósofo, que frase horrible, cumplir con el rol. ¿Pero qué somos?, ¿ payasos? Un filósofo debate ideas. Deleuze dice que crea conceptos. Por mi parte soy más modesto, debate ideas, en la tele, en los libros, diarios, radio, en la cama, en La Plata. Hablar de la tele es hablar de lo que se habla, hablar al cuadrado. Como la tele es para mí un amigo cuadrado, es entonces hablar al cuadrado del cuadrado. ¿Está claro?


¿Qué relación podés establecer entre la imagen como concepto y la filosofía?¿Creés en una posible redefinición de la filosofía a partir del surgimiento de la imagen como concepto?

No sé qué es la imagen como concepto. Los filósofos desde que son tales, desde Platón, hablan de la imagen. Es decir de las apariencias. Para mí lo nuevo no es la imagen sino los medios masivos de comunicación, entre la tele y la web. La pantalla mata a la hoja, la actualidad se come a la historia, y el tiempo raja más que nuestra mente. Mirar para atrás es una tarea inevitable, pero con una mano en el manubrio del zonda.


¿Crees como se suele decir hoy que vivimos inmersos en una cultura de la imagen?

Hoy vivimos inmersos en un embrutecimiento de la imagen, que no es lo mismo. La web ofrece cosas extraordinarias, y veo a tipos de edad avanzada con joy sticks matando musulmanes, o haciéndole un penal a vannisteroy.


¿Qué programas ves últimamente?¿porqué?

Estoy en crisis; quiero decir que veo Sos mi vida.

La cita, la parodia

Por José Luís De Diego


En un libro de 1994, Escenas de la vida posmoderna, Beatriz Sarlo se refirió a los usos de la cita en televisión. Allí habla de la autorreflexividad como un recurso frecuente en los programas: “...todos los espectadores entrenados en televisión están, en teoría, preparados para reconocer sus citas. Al hacerlo, participan de un placer basado en el lazo cultural que los une con el medio: la televisión los reconoce como expertos en televisión.” (1994, 98). Y, más adelante, “...programas enteros, todos los días, parodian otros programas, (...) repiten sus repeticiones.” (99). Protegida entre comillas, e identificada de un modo inequívoco, la cita constituye la forma legal de apropiación de un texto ajeno, como si las comillas marcaran un límite entre lo propio y lo que no lo es, un escudo que protege de la cita ilegal, el plagio. Hay, entonces, citas con comillas y citas sin comillas, pero aquí no acaba la cosa: también hay citas apócrifas, y ellas incluso están en el origen mismo de nuestra literatura, en la célebre atribución del texto del Quijote a un supuesto morisco bilingüe, Cide Hamete Benengeli. Pero el ejemplo ineludible, en este caso, es Borges. Borges cita autores conocidos y los mezcla con autores apócrifos; mezcla libros existentes y libros inventados, atribuye libros inventados a autores existentes y toda otra forma de intersección imaginable. En esta compleja operación, se advierte la extrema originalidad de la apuesta borgeana, que en el mismo gesto involucra la inagotable erudición que la respalda, hacia el pasado y, hacia el futuro, la ruptura y radicalidad del escritor vanguardista.

Pero cuando los escritores se apropian de una imagen, de un procedimiento, de un fragmento de otro, y lo invierten, o lo deforman levemente, o simplemente lo reiteran como un respetuoso homenaje, estamos ante un recurso célebre y de vida pródiga: la parodia. Sin embargo, a medida que crecían en número los textos literarios en los que se advertía el recurso a la parodia, la crítica ampliaba aun más el alcance teórico del término. De manera que la parodia se transformó, ya en el siglo XX, en una especie de nuevo “realismo”: así como era realista todo texto que de algún modo refiriera aspectos de lo real (es decir, todo texto era, de algún modo, realista); terminó siendo paródico todo texto que hablara de algún modo de otro texto (es decir, todo texto es, de algún modo, paródico). Si la literatura y el arte iban abandonando la realidad extramuros, dominante en el siglo XIX, y manifestaban su interés hacia las múltiples tradiciones de su propio campo -la realidad intramuros-; y si todo discurso intramuros se identifica con el recurso a la parodia -que va desde la burla a la distancia irónica y aun hasta el homenaje-, la conclusión parece fatal: “todo es paródico”. Y, “si todo es paródico”, dice Beatriz Sarlo, “la parodia (tan necesitada siempre de la diferencia) deja de existir” (1988: 52). La parodia, por lo tanto, ha dejado de ser el arma célebre contra los modos de representación esclerosados para transformarse en un componente central de lo que podemos llamar un nuevo verosímil (Jameson, 1991). Y, como es fácil observar, el recurso no resulta exclusivo del llamado gran arte, del cine o la literatura “alta”, sino que se ha multiplicado en las más variadas formas de la literatura trivial y del cine comercial. Por dar solo un ejemplo, podemos recordar la célebre escena del cochecito que escapa de las manos de la mujer y se precipita por una escalera en El acorazado Potemkin, el clásico de Serguei Eisenstein de 1925; la misma escena fue reproducida por Brian De Palma en Los intocables (The untouchables), de 1987, a manera de parodia-homenaje; y, en un recurso de parodia de la parodia, la escena aparece una vez más, burlescamente distorsionada, en La pistola desnuda 33 1/3. El insulto final (Peter Segal, 1994), en la que los cochecitos se multiplican y los bebés vuelan por los aires. Como se ve, la parodia enlaza a un clásico del cine con una comedia de masas, a través de un director como De Palma que suele alternar las parodias-homenaje con un cine abiertamente comercial.

Pero si volvemos a la televisión, la pregunta que podemos hacernos es: un programa hecho enteramente de citas de fragmentos de programas ridículos, ¿puede no ser un programa ridículo? Creo que es una pregunta pertinente, toda vez que abundan y se multiplican los programas con este formato. Un procedimiento que caracteriza a la parodia es, se ha dicho, la recontextualización. En nuestro ejemplo, la secuencia citada aparece en otro contexto, generalmente comentado por un par de actores que se burlan del fragmento. Y eso es todo. Lejos de producir un nuevo texto en que la parodia marque la diferencia con el original mediante su inversión, aquí la parodia es inocua: no lesiona al original, sencillamente, lo celebra; no se ríe de él, se ríe con él. Si volvemos por un momento al clásico ejemplo del Quijote, podremos observar el efecto producido por las mejores parodias: por un lado, el efecto de clausura de un género (¿cómo escribir una novela de caballería después del Quijote?); por otro, el respeto de las reglas del género: así, el Quijote es una parodia de las novelas de caballería y, a la vez, la mejor novela de caballería jamás escrita; por último, el efecto de bisagra, ya que, en esa novela, se clausura, como dijimos, un género, y se inaugura otro, la novela moderna. Salvando las distancias, podríamos decir lo mismo de Los imperdonables (Unforgiven, 1992), la multipremiada película de Clint Eastwood: 1º) se invierte un componente central del género western, ya que el héroe es un hombre malvado famoso por sus asesinatos; 2º) produce un efecto de clausura: ¿cómo filmar un western después de Los imperdonables?; 3º) se respetan las reglas del género: la inversión referida se produce en una de las mejores películas del género jamás filmada. ¿No se advirtió que al persistente James Bond sólo le quedó el camino de la autoparodia una vez que el Super agente 86 erosionó con lucidez los componentes del género “película de espionaje”? ¿Alguien procurará recrear la cándida ingenuidad de La familia Ingalls después de su grotesca inversión, Los Simpson?

Pero la televisión no parece hacerse cargo de esta tradición: “... la televisión que conocemos”, dice Sarlo, “trabaja con el nivel más bajo de transformación, para no obstruir indebidamente el reconocimiento del discurso citado...” (1994, 101). Antonio Gasalla, en Las hermanas Malabuena, parodió lúcidamente Celeste siempre Celeste, el exitoso teleteatro protagonizado por Andrea del Boca; Fabio Alberti, a través de su personaje Coty Nosiglia, exasperó la estulticia de ciertos programas femeninos. No parece un dato menor que ninguno de ellos estén hoy en la televisión. Hoy no hay parodias; sólo citas: la televisión cita a la televisión, y no hay vértigo, ni mise en abîme, sólo una superficie acuosa que, en palabras de María Esther Gilio, tiene la extensión del mar y la superficie de un charco.

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Bibliografía citada

Jameson, Fredric (1991) “De cómo el pastiche eclipsó a la parodia”, en: El posmodernismo o la lógica cultural del capitalismo avanzado. Barcelona, Paidós Studio: 41-44.

Sarlo, Beatriz (1988) “Transgresiones y tributos”, en: El Periodista de Buenos Aires, Nº 197, Buenos Aires, julio.

Sarlo, Beatriz (1994) Escenas de la vida posmoderna. Buenos Aires, Ariel.

Las idas y vueltas de la televisión argentina

Por Cecilia Goin


El próximo mes de octubre se cumplirá un nuevo aniversario de la primera transmisión de televisión que se llevó a cabo en nuestro país. La fecha elegida fue el 17 de octubre de 1951, día en que se conmemoraba un nuevo aniversario del día de la lealtad peronista. La transmisión del acto celebrado en Plaza de Mayo inauguraba así el Canal 7 propiedad del Estado.

Los 50: esa nueva y misteriosa caja de entretenimientos. Para que las cámaras registren uno de los más recordados actos políticos del peronismo, Jaime Yankelevich, pionero de la televisión nacional, viaja expresamente a Estados Unidos a finales de 1950 a comprar el equipamiento técnico que es traído a Buenos Aires en un largo viaje en barco: una antena transmisora, equipos de estudio, dos grandes equipos móviles, seis cámaras Standard Electric y 450 televisores Capehart.
La primera década de la televisión argentina es más que nada, un ring de pruebas. A esto se suma que es muy poca la gente que posee televisores en sus hogares. La mayoría de los aparatos se encuentran en bares y negocios y la gente se agolpa frente a las vidrieras para poder ver.
La llamada Revolución Libertadora que destituye al gobierno peronista en 1955 trae cambios en el manejo del Canal 7 de propiedad estatal (el único canal hasta el momento), y comienza la discusión sobre qué modelo de televisión se debe adoptar: el europeo con participación del Estado y sostenimiento vía impuesto anual o el americano, más competitivo y sostenido por la publicidad. Este último sería finalmente el elegido. Es así como se conforma un modelo televisivo caracterizado por la iniciativa privada y la explotación comercial.

Los revolucionarios 60. La década del 60 marca el desarrollo y la consolidación de la televisión en la Argentina. En efecto, en esta década comienza la competencia y se inauguran nuevos canales, todos ellos de capital privado: el 9 de junio de 1960 fue el turno de canal 9, el 1 de octubre de 1960 el de Canal 13 y el 21 de julio de 1961 el Canal 11. Para poner en funcionamiento los canales la suma a invertir es demasiado elevada por lo que se hace imprescindible contar con capitales extranjeros. Estos se encuentran en las cadenas norteamericanas NBC, CBS y ABC respectivamente. Había que ser osado para aportar dinero en un negocio absolutamente nuevo y en el que la única referencia existente, el Canal 7, se mantiene en base a partidas públicas. Las tres grandes cadenas norteamericanas desarrollaban por aquel entonces una política de expansión continental.

Con la competencia llegarán las mediaciones de audiencias, las preocupaciones por el rating, la publicidad y se afianzarán los diferentes géneros. Aparecen también nuevos canales en el interior del país, cuya programación está constituida fundamentalmente de enlatados provenientes de la Capital Federal.

En 1966 se inaugura el Canal 2 en la ciudad de La Plata. A mediados de esta misma década, las cadenas norteamericanas comienzan a desprenderse de sus acciones en los canales por cuestiones de rentabilidad por lo que hacen su aparición en escena actores locales: Goar Mestre en Canal 13, Alejandro Romay en Canal 9 y Héctor Ricardo García en Canal 11.

Los 70: los años negros de la dictadura. Cuando Héctor J. Cámpora asume la presidencia en 1973, los canales de televisión pasan a manos del Estado, dejando fuera a la iniciativa privada. La medida permanecerá no solamente durante el gobierno de Juan Domingo Perón y María Estela Martínez de Perón, sino también durante la Dictadura militar desde 1976. El terrorismo de Estado impuesto por el golpe militar necesita de una política de desinformación permanente, de censura y manipulación mediática.

La estrategia autoritaria es la de homogeneizar el discurso ideológico de los medios masivos silenciando cualquier posibilidad de disidencia a través del bloqueo de la información. Se allanan diversas empresas periodísticas y directores, redactores y periodistas de distintos medios son detenidos y encarcelados. Más de un centenar de periodistas y trabajadores de prensa desaparecen, decenas de ellos son asesinados y centenares son obligados al exilio. Se prohíbe la circulación de determinadas revistas y periódicos, se expulsa a corresponsales de agencias extranjeras de prensa y radio; se queman numerosos libros y revistas. En los canales, la presencia de interventores militares forma parte de la vida cotidiana. Es una época en que sistemáticamente se viola el derecho a la información y la libre expresión, entre otros tantos derechos. Años durísimos en los que la censura y las listas negras dejan son moneda corriente en los medios.

Los 80: la vuelta a la democracia. El comienzo de esta década marca los inicios de la TV por cable. Esto permite ver las transmisiones sin interferencias, y también que los programas no tengan tantos cortes publicitarios. Toda una novedad para la época.

Por otra parte, la guerra de Malvinas muestra la peor cara de la manipulación mediática: la desinformación es la regla, los noticieros ocultan informaciones sobre el desarrollo de la contienda. Todo el sistema represivo que imponen los militares a los medios de comunicación empieza a cambiar luego del fracaso de Malvinas. La dictadura pierde con rapidez el poder que había acumulado. Todos comienzan su apresurada reconversión democrática y los medios no se quedan afuera. Se pone en marcha un urgente llamado a licitación de los canales y las radios que pretenden entregar. Así comienza una ola de privatizaciones, algunas de ellas luego convalidadas por el gobierno democrático y otras que van a ser declaradas nulas. Alejandro Romay recupera, justicia mediante, la posesión de Canal 9 –rebautizado Libertad-, mientras Héctor Ricardo García se hace cargo de Canal 2. Los canales 11 y 13 quedarán en manos del Estado.

Aires de democracia se instalan en el país a partir de 1983. Y con el nuevo gobierno, nuevas autoridades y pautas para el manejo de los canales. Si bien la vuelta de la democracia marca el regreso de los exiliados y la apertura y libertad de expresión de los medios, el gobierno radical no logra cumplir con las tres principales promesas de su plataforma electoral en materia de radiodifusión: derogación inmediata de la Ley de Radiodifusión (decreto-ley sancionado por el gobierno militar y que aún hoy tiene vigencia); formación de una comisión bicameral especializada en radio y televisión y creación de un ente público no estatal que conduzca independientemente alguno de los canales de TV.

La falta de una política de comunicación clara y consistente no hace más que preparar el terreno para lo que sucederá en esta área más adelante. En 1989 se asiste a un punto de quiebre en la historia de la televisión argentina. El flamante gobierno de Carlos Saúl Menem impulsa la privatización de los canales 11 y 13. Se deroga también la ley que le prohibía a los medios gráficos ser dueños de medios audiovisuales.

Los 90: la consolidación de los multimedios. En la década de los 90 se producen profundos cambios en el mapa de los medios de comunicación. Entre los principales cabe destacar: la conformación de dos grupos multimedios a partir de las adjudicaciones de los canales 11 y 13 de Capital Federal: el grupo Telefé (que al Canal 11 se suma Radio Continental en 1992, y luego entró al negocio del cable), y la consolidación del grupo Clarín (que suma Canal 13 y a Radio Mitre, más el desarrollo de Multicanal en el cable y otras ramificaciones del grupo); el cruzamiento de intereses entre las empresas gráficas y el audiovisual gracias a la eliminación de las trabas legales; el crecimiento de la cantidad de canales de televisión por cable.

En 1991 se crea América TV, con las inversiones de Eduardo Eurnekián. Para 1994 comienza también el proceso de trasnacionalización de las comunicaciones con la llegada de inversiones extranjeras. Los multimedios se desarrollan aún más. Hacia 1997 se producen una serie de movimientos y fusiones en los canales. Romay vende Canal 9. Lo compran una empresa australiana (Prime) y Torneos y Competencias que estaba constituido por inversiones de la familia Ávila y también del grupo CEI.

La intervención menemista se caracteriza por la ausencia de debate político y público, además de la desnacionalización y concentración económica en los medios de comunicación.

La TV hoy por hoy. El mundo comienza a prepararse para la transmisión digital. Esta es una revolución tecnológica del sistema de televisión, diferente a la TV por cable o a la satelital. La transmisión digital permite eliminar las interferencias y los ruidos y mejora la recepción de la señal tanto en imagen como en sonido. Esto es lo que se conoce como “alta definición”. Además la TV digital introduce la interactividad: permite obtener información personalizada sobre la programación, hacer compras a través de la pantalla, navegar por Internet, consultar el correo electrónico. Y en esta revolución televisiva del futuro la tecnología tiene, como siempre, la última palabra.

El club de la lucha

Por Martín Velasco Bertolotto. Madrid, 7 de septiembre del 2006.

El club de la lucha refleja la madurez de un joven director de prometedora trayectoria que ha cambiado el modo de entender un film. La crítica lo aclama y el público lo aplaude. Edward Norton cuenta cómo los sacaron en brazos a él y a Brad Pitt en el festival de Venecia de 1999, espontaneidad de un público que salía encantado de la sala y con ganas de más David Fincher. Se rodó con poco tiempo tras un arduo trabajo y con ciertos intentos de censura sobre el contenido por parte de las productoras. Acusada la película de ser “demasiado violenta” por los más conservadores y “una exaltación del fascismo” por las vertientes izquierdistas, recuerda al estreno enormemente polémico de La naranja mecánica (The Clockwork Orange, 1971), que en un principio fue malinterpretada por un público impresionado por escenas que arañaban emociones.

Fincher juega a lo mismo que Stanley en El club de la lucha y además ha sabido conjugar un excelente dinamismo de montaje con un argumento de alto nivel literario, basado en la novela de Chuk Palahntuk, un mecánico de Oregon que la escribió a mano en sólo tres meses. Fincher ha sabido intercalar la acción en un trasfondo filosófico y social, en un paisaje tintado de un humor negro y ácido que se escapa de lo que estamos acostumbrados a ver. Y todo esto sin hablar del excelentísimo final, garantía de no dejar insatisfecho a nadie. Aprovecho ahora para decir, que no es recomendable seguir leyendo si no se ha visto la película.


La película rompe el hielo con un pasaje digital que arropa los créditos. La toma empieza en el interior de Edward Norton y viaja por sus entrañas hasta llegar al cañón que habita en su cavidad bucal: un insinuante aviso de cómo va a desarrollarse la película. La narración es alineal, el propio director declara su preferencia por la “técnica del narrador un paso por delante de lo narrado”; es decir, la acción que vemos se encuentra por detrás de la acción real (por ejemplo, cuando Jack pregunta a Tylor qué van a hacer a continuación, y él contesta “jabón” y se encuentra con que tiene varias bañeras hasta los topes de material explosivo esperando en el sótano… la acción se presenta antes de que sea comprendida).

Además de su originalidad frente al guión, cabe destacar el inconformismo artístico de Fincher autosuperado en el trabajo de postproducción. Trabaja técnicas poco usuales en cine: en el club de la lucha no pasan desapercibidos los destellos varios que estallan a lo largo de la película: son las famosas imágenes subliminales. Destaca también el buen uso de las imágenes veladas.

Aclararé estos dos términos. Con imagen subliminal (término estandarizado aunque no del todo correcto puesto que subliminales son todas las imágenes) me refiero a aquellas imágenes que aparecen en el film por una fracción de tiempo tan escasa que no podemos aprehenderlas; es decir, que las hemos visto pero no sabemos que las hemos visto. En caso de que estas condiciones no se cumplan, no sería una imagen subliminal puesto que pertenecerían al plano consciente (la poya del final de la película no es una imagen subliminal).

Con imagen velada me refiero a aquellas imágenes que contienen un mensaje que más que transmitir generan relaciones inconscientes con los elementos que contiene la misma imagen; es decir, manipulan en virtud de un determinado estímulo. Por ejemplo, en la película, la constante relación de Marla con el cigarrillo: nuestra percepción global familiariza al personaje estrechamente con la autodestrucción (del modo que se nos presenta en este caso en concreto, quiero decir, no es el mismo cigarrillo el de Marla que el de Humphry Bogart en Casablanca, presentado como símbolo de madurez). La contralectura, la utilización conductista de colores, estructuras generadores de tensión… y otros procedimientos que utilicen elementos para forzar interrelaciones serán definidas como imágenes veladas (el vaso de Starbucks es algo más que un simple vaso de cartón en la película, se fuerza como paradigma del automatismo que caracteriza al ambiente de oficina) y poseen la capacidad de generar impulsos y prejuicios.

“Me encantan las técnica publicitarias para introducir a un personaje” Curiosa observación del director si tenemos en cuenta que el éxito de las imágenes subliminales (a lo que se refiere) no ha sido demostrado o constatado con absoluta fiabilidad, no por lo menos en un sentido positivista. Sacaré en relieve el famoso caso Coca-Cola. Parece ser que un viejo experimento llevado en unos cines, en varias películas incrustaron fotogramas con el siguiente escrito: “Consuma coca-cola y palomitas”. En el intermedio, muchos espectadores salían de la sala a comprar Coca-Cola y palomitas. Resulta que las ventas de la Coca-Cola aumentaron en un 10%, mientras que el de las palomitas creció en un 70% sorprendiendo a los encargados del experimento. ¿Funcionaba la imagen subliminal? ¿Qué significaba este dato? ¿La imagen subliminal determina nuestra conducta al margen de nuestra voluntad? Muchos han utilizado estímulos subliminales en sus películas, entre ellos Hitchcock en Psicosis: en la escena final la cara de Norman ocupa toda la pantalla y se sobreimpresiona en una milésima de segundo la calavera de su madre. Si recordamos, Norman tiene un problema de psicosis de doble personalidad y el hecho de la imagen se superponga refuerza la personalidad psicótica. “Refuerza”, no “induce”, del mismo modo que en el caso de la “Naranja Mecánica”. Pero entonces cabe preguntarse, ¿la imagen subliminal sirve para algo más que para reforzar un hecho durante un film? David Fincher plantea una tesis al respecto. El club de la lucha ofrece un novedoso planteamiento: la imagen subliminal, como herramienta descriptiva.

En la secuencia de las fotocopiadoras tras el vaso de Starbucks, mientras el protagonista describe el insomnio (“…Cuando se padece de insomnio nada parece real. Las cosas se distancian. Todo parece la copia –justo aquí aparece el destello- de una copia, de otra copia…”) en el tiempo 00’’’03’’57’ ¡aparece milagrosamente en su oficina Brad Pitt vestido de rojo cuero y gafas (rojo, un color que resulta ser un hosco cebo visual, ¡lo contrario a sutileza!) Eso sí, nosotros no hemos visto quién es… ¿o sí?

Pero la cosa no queda ahí:

Desesperado, nuestro oficinista va al médico para que le receten algún medicamento. El doctor se niega y Jack protesta apelando a su sufrimiento. El médico le invita entonces a que vaya a ver a los enfermos de cáncer de testículos y mientras recalca el hecho con la frase “…Eso sí es sufrir…” (00’’’06’’03’) Tylor aparece a su lado abrazado a él cómo queriendo “reforzar” lo que dice. Si hemos visto la película sabremos lo que aquello significa…

La tercera imagen subliminal aparece mientras Jack escucha al orientador del grupo del cáncer de testículos “Veo gente a mi alrededor… y veo gente llena de valor…”, y tras proponer un “trabajo en grupo” ¡Chaf! (00’’’07’’15’) entra en escena de nuevo nuestro amigo Tyler, misma chaqueta, mismas gafas. En la película, curiosamente hay una escena parecida pero el orientador pasa a ser Tyler y sus métodos son muy distintos. Me refiero a la escena que sigue a la pelea entre Jack y Bob, cuando Tyler dice “…Miro gente a mi alrededor y solo veo caras nuevas…”

Para finalizar la pre-presentación subliminal de Tyler Durden, faltaba explicar el motivo existencial del personaje: Marla Singer, el tumor de Jack. Marla se presenta como una especie de ser de las tinieblas “reflejando la mentira de Jack”, por lo que éste que había superado el insomnio, recae de nuevo y vuelve a no poder dormir. Finaliza una de las reuniones de autoayuda y Jack ve a Marla alejarse en la calle hacia al fondo. Interponiéndose a su mirada impotente… ¡sorpresa! (00’’’12’’06’) entre quien mira y quien es mirada aparece fugazmente nuestro amigo con su ropa habitual aunque esta vez se nos presenta… fumando, actividad que relaciona directamente a Tylor con Marla, es decir: causa-efecto (imagen subliminal –instantánea- e imagen velada –subrrelacionada- a la vez con elemento-cigarro). ¡Todo un examen subliminal!

¿Se presenta en el subconsciente del espectador al vendedor de jabones Tylor Durden (faltando únicamente la hipocresía efusiva de una persona poseída por el espíritu de Nietzsche)?, ¿nos percatamos? ¿Tylor Durden ocupa un lugar en nuestra cabecita como personaje ya para el minuto 12? ¿Tiene el espectador hechas las relaciones que David Fincher pretende darnos pre-masticadas? Es muy posible que nunca lo sepamos, ya que todas estas cuestiones operarían en un campo subconsciente, es decir, lo contrario a consciente.

Hay una anécdota en la película que nos puede ayudar a entender la problemática del fotograma fugaz subliminal: cuando el equipo de posproducción envió las bovinas a que les hicieran el control de calidad, les contestaron que algunos de los cuadros estaban sucios (…)

Pero claro, Brad Pitt no vive en un plano imperceptible durante toda la película, llega un momento en el que le vemos sin subliminalidades y se desarrolla la película sin más destellos traidores. Resulta especialmente curioso cómo le presenta (primera imagen de Tylor no subliminal): Tiempo 00’’’18’’56’, tras el intercambio de teléfonos entre Marla y el protagonista, Jack describe el estrés de su trabajo basado en viajar de un Estado a otro, y mientras plantea la pegunta “…Si te despertaras a otra hora, en otro lugar… -aquí - ¿te despertarías siendo otra persona?...” entonces aparece nuestro amigo a contralectura detrás de Jack (que está en movimiento-lectura. Insinuante ¿verdad?). Una excelente manera de presentar mediante “imagen velada”, aporta un grado de inquietud al personaje.

Entonces, David Fincher utiliza las imágenes subliminales y las imágenes veladas no solo para reforzar una acción, sino como medio para narrar y describir lo nunca visto. ¿Funcionan? Tal vez sí. No del mismo modo que Chris Cunningham utiliza el recurso de la bombita subliminal para impregnarnos el logotipo de Aphex Twin en nuestra memoria, o Hitchcock en Psicosis, o Kubrick en la Naranja Mecánica… su intención es otra: presentar a un personaje con sus qués, sus cómos, y sus porqués con el recurso subliminal (aunque en principio parezca contradictorio, ya que describir solo se puede hacer en un campo consciente…o no). ¿Supondrá esto una revolucionaria aportación a las funciones de la imagen subliminal o solo un experimento fallido?
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Esta es la primera parte del artículo. La siguiente trata de las expresiones fisiológicas, kinestesia de el club de la lucha.

El paraiso ahora

Hablar de Paradise now no es fácil. Este film es un áspero octaedro que gravita entre los conflictos y preguntas de aquellos que toman decisiones trascendentes (o de vida y muerte), inmersos en un territorio hostil donde el avasallamiento opresivo responde a lógicas sistémicas que generan consecuencias traumáticas entre quienes transitan esa historia.

De las múltiples aristas que lo circundan la más preponderante es la del tratamiento cinematográfico de la temática. En ese sentido, se puede relacionar con Elefhant de Gus Van Sant. Donde un tema tratado anteriormente en forma periodística o documental(1), desde la óptica cinematográfica adquiere la construcción de un relato hecho de sutilezas, de gestos, música, planos sobre determinados objetos mudos que todo lo explican. Este tipo de tratamiento tiene el Paraíso ahora.

El inicio del relato nos muestra un lugar común a cualquier gran conglomerado urbano, más bien la periferia del mismo. Por su carácter periférico se puede visualizar los elementos componentes de las adyacencias de aquello que el gran capital no utiliza o descarta. Autos herrumbrosos, casas deterioradas, relaciones subalternas de frontera. Dos pibes (Said y Khaled), dos amigos, que tranquilamente podrían estar en algún barrio del conurbano. Dos jóvenes trabajadores que despuntan sus horas de ocio luego de la jornada laboral fumando sentados ante ese paisaje de villa, cantegril o favela. Pero no están en esos sitios. Están en Palestina (ver cronología). Esos territorios donde estos dos personajes transitan, huelen a opresión, a devastación bélica y económica. Es decir, que le sumamos a ese lugar común donde el film nos sitúa, la problemática del poder opresivo de un estado expansionista.

En ese contexto se desarrolla un encuentro de un amor posible pero trunco a la vez. Dicho encuentro se verá eclipsado por otro, el de un profesor durante el paso por la secundaria de Said y Khaled. Este encuentro será el encuentro con el deber, con la palabra empeñada por la causa de la liberación de un pueblo oprimido que toma medidas polémicas incluso entre quienes empeñan dicha palabra. Aquí el film transitará por los corredores oscuros de la noche previa a la acción inmoladora. Noche que será de despedida al mundo conocido. Noche que invadirá de preguntas y reflexiones a Said y Khaled, los dos con móviles personales diferentes y complejos, al que se le suma la mirada pacifista de Suha, hija de un mártir reverenciado criada en el exilio.

El día llega y la ceremonia que antecede la acción también, con ella las palabras de un líder. Los mensajes filmados para el pueblo, los abrazos y la partida. Ya en el muro implantado por Israel las cosas no salen bien, todo se disloca. Said y Khaled se pierden. Said vuelve a intentar la acción. Al subir a un ómnibus que transporta colonos retrocede ante la mirada de una niña (elemento ético que aparece en varias formas).

Lo que sigue es un raid de búsquedas, desencuentros y encuentros entre Suha, Khaled y Said. La noche nuevamente será el lugar para replantear la acción y lo que ella implica en la cabeza de los protagonistas.

El nuevo día nos traerá imágenes que se relacionan con el inicio del relato mostrando el otro lado del muro, el resultado de años de instauración de un sistema opresivo, de las imágenes iniciales de la devastación por la acción capitalista de la guerra y la economía. Ahora, en el otro lado, nos encontraremos con una hermosa playa mediterránea, una ciudad del primer mundo donde grandes edificios comparten espacio con grandes centros comerciales de gente sonriente y feliz que usa celulares o cualquier otro producto tecnológico. Todo es armonía y perfección de gran ciudad, centro de circulación comercial (2). Una mirada de asombro de Said y Khaled será el último momento en común. Said continuará, entre otros motivos, para limpiar su apellido del colaboracionismo de su padre. Said subirá a otro ómnibus, esta vez, repleto de fuerzas represivas israelitas.

El film combina toques humorísticos con planteamientos profundos sobre la resolución de la problemática palestina (de la acción inmoladora a la pacifista), más un entramado de las disyuntivas humanas ante resoluciones drásticas muy lejos de las típicas visiones maniqueas que la industria cinematográfica hace de los conflictos bélicos. Ante preguntas periodísticas sobre su posición respecto a este tipo de acciones, el director respondió “no puedo aceptarlos de ninguna manera porque van en contra de mis principios, pero tampoco puedo condenarlos porque la causa es justa” (3).
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Breve cronología (*)

Palestina, donde hoy están asentadas las poblaciones que se identifican con la construcción del Estado Palestino y las que se identifican con el Estado de Israel, forma parte de territorios que desde la antigüedad fueron lugar de asentamiento de diferentes grupos etnolingüísticos que configuraron orígenes comunes bajo el nombre de lenguas afroasiáticas o semita-camita (egipcio antiguo, kushítico, omítico, bereber, cádico; semitas: acadio (asirio-babilonico), eblaíta, amorrita-martu, cananeo, fenicio, hebreo, amorreo y árabe antiguo).

Estos territorios en disputa se sitúan sobre la costa oriental del mar Mediterráneo, al suroeste de Asia donde hoy se asientan Israel, Jordania y los territorios “autónomos” palestinos de Cisjordania y la franja de Gaza. Desde el año 3000 antes de nuestra era (a. de n.e.) hasta la actualidad han sido habitados, ocupados y asimilados por cananeos (Jericó fue fundada por ellos), amorreos, hititas, hurritas, imperio egipcio que hacia el s. XIV a. de n.e. fueron debilitándose dando paso a tribus nómadas hebreas y semitas de mesopotamia. También irrumpieron los filisteos, pueblo egeo de raza indoeuropea que dio su nombre a la región. A partir de aquí se sucedieron diferentes reinos e imperios entre los que podemos enunciar el israelita derrocado por los asirios. Los babilonios continuaron hasta la hegemonía persa, griega y romana. Hacia el final de la Hegemonía Bizantina (s. VII) los musulmanes toman control de la región hasta los inicios del s. XVI donde el imperio otomano anexiona los territorios hasta el final de la primera guerra mundial (1917) donde el imperio británico se hace cargo de los territorios a través de un “mandato” que duró hasta 1947. La presión de árabes respecto a la constitución de un estado y de judíos europeos que comenzaban a agrandar la inmigración hacia palestina (iniciada desde antes de la segunda guerra mundial) determinó que el imperio ingles cediera el control de la situación a la ONU (recientemente creada). Para 1948 se crea el Estado de Israel (que había aceptado el proyecto de la ONU de crear dos estados). Los árabes son derrotados por segunda vez desde 1947 en conflicto armado. Israel amplia su territorio. Jordania, por su parte, se anexiona la orilla oeste del río Jordán y Egipto ocupa la franja de Gaza. Los palestinos se diseminan por estos territorios. Con la guerra de los seis días (1967) Israel ocupa la franja de Gaza, Cisjordania y otras áreas. Para 1993 la Organización para la Liberación Palestina (originada en 1964 con el objetivo de crear un Estado laico en Palestina) firma un acuerdo de paz con Israel donde se contempla la autonomización de los territorios ocupados. En 1994 comienza la administración palestina sobre algunas áreas. En 2002 Israel construye un muro de unos 200 Km que aísla y divide en dos Cisjordania. Por otra parte Israel penetra continuamente la zona violando disposiciones y acuerdos internacionales. Esto agrava la situación fomentando aquello que Israel dice querer evitar, que es el conflicto terrorista. Además la zona de Palestina es el núcleo simbólico de tres de las religiones (con todas sus variantes) más extendidas del planeta (el judaísmo, el cristianismo y el islamismo).

*Esta cronología tiene el objetivo de situar a la región en el tiempo, pero advertimos que es un trazo grueso que no ahonda en las particularidades temporales de cada período, donde abundan batallas por la recuperación y / o defensa de lo conquistado. Para ahondar en dicha cronología recomendamos consultar http://es.wikipedia.org/wiki/Portada . Respecto a lecturas sobre lenguas del Próximo Oriente Antiguo consultar: Trigger, B. et alii (1985) Historia del Egipto Antiguo, Barcelona y Liverani, M. (1995) El Antiguo Oriente. Historia, sociedad y economía, Crítica, Barcelona

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(1) Bowling for Columbine de Michael Moore.

(2) Como si iniciáramos viaje desde la zona de monoblocks (Barrio Don Orione) de Almirante Brown hasta puerto Madero recorriendo por esa avenida que la circunda, la zona de retiro donde se emplazan los edificios de telefónica, ibm, fortabat, el sheraton, etc.

(3) http://www.cinefreaks.com.ar/paraisoahora.htm

Editorial: el freak

A decir verdad, cuando pensamos un nombre para esta revista se nos ocurrió el estridente y poco fértil Engendros raros. Francamente, nos parecía la definición más sincera para un cuerpo habitado por el cine y la filosofía. Más tarde, investigando sobre el asunto del freak en el cine, aparecieron Todd Browning y Lynch, pero también Paul Morrisey y Herzog (otra vez) con esa de los temibles enanos. Todas las hipótesis acerca de esa elección nos parecían posibles. Estábamos decididamente confundidos: tanto desconcierto revelaba cierta insistencia irracional por el nombre. Finalmente optamos por La ventana indiscreta; pero porque en el fondo guardaba alguna conexión con la idea de freak.
Luego, la peculiar incidencia del destino nos llamó con su escalofriante repetición: la posibilidad de dar a luz nuestra revista en un festival de la ciudad llamado Festifreak nos pareció redundantemente maravillosa; y allí fuimos, apurando todo: ajustamos las tuercas de una nave que estuvo preparándose año y medio en el hangar, y salimos a planear por las calles con Hitler (era Bruno Ganz) como freak absoluto de la portada.
Actualmente, nuestro apego a ciertos barbarismos de la naturaleza nos hacen reincidir, y estamos a la búsqueda de un concepto de freak cuyo desarrollo todavía no bajamos al papel pero que -no teman- no tendrá al führer por garante. Valga todo esto para declarar el contenido indudablemente freak de este tercer número. Como saben nuestros lectores, las ediciones anteriores estuvieron dedicadas a temas específicos. El número 1 resultó el más específico de todos, quizá un ejercicio redundante, sobre un tema polémico y sensible: La caída y la figura pretendidamente humana de Hitler. El número 2 fue más general y proponía una diversidad de miradas que no pasaron desapercibidas: se trató del cine nacional (y de nuestro anhelo metafísico por la Luna).
En cambio, esta vez nos fuimos a presentar el número 2 a Mar del Plata; cuando volvimos empezó el año y, para este número 3, no hubo reuniones que trazaran geografías ni zonas de disección, sino la más abierta propuesta al libre ejercicio de escritura de nuestros pensadores. Este verdadero triunfo de la democracia —ya verán— redundó en calidad de pensamiento y devino en octaedro, acaso la más freak de las perfectas figuras geométricas. Cada cara, cada artículo de nuestra revista intenta escenificar cabalmente la idea de esas imágenes cinematográficas guardadas en la retina. Podrán ver el trazado cruelmente moral de Lars Von Trier en Dogville, a cargo de Ricardo Forster, o el recurrente out-of-law con que nos inquieta el cine norteamericano, a cargo del Dr. Moran, o una vuelta a Whisky por Esteban Rodríguez, bailar con Madam Satá, o profundizar sobre V de vendetta y Hostel, del expandido género de la estilización de la tortura. También lo podrán oír a Fabián Bielinsky, directo de nuestro reporter, elucubrando alrededor del problema de la identificación y la relación que se genera con el público. Pero acaso el detalle freak más querido de este tercer número sea nuestra cobertura del 21° Festival Internacional de Cine de Mar del Plata. De todo aquello salimos ilesos, incluso metamorfoseados en periodistas, y pudimos cumplir también con un objetivo denominado enfáticamente operación glamour: volvemos con algunas reseñas, un encuentro sabático (luego de una semana de laburo) con la Pocahontas de Terrence Malick, y la entrevista que le hicimos a Fabián Bielinsky -a mediados de abril y en Buenos Aires, bien lejos, por cierto, del craso glamour de Mar del Plata.

Dogville


Por Ricardo Forster

Von Triers no deja de sorprenderme. Dogville es un film notable, intenso en su penetración implacable de la moralidad; su lenguaje nos inquieta desde el comienzo mostrando con fina lentitud de qué modo se guarda en las acciones humanas la tendencia a la perversión, el juego a través del cual el amor se transforma en violación.

Intuimos, desde la primera escena, que algo extraordinario sucederá en ese pequeño e insignificante pueblito: apenas un conjunto de casas perdido en un valle de montaña en el que viven unas pocas familias sin otra expectativa que la reiteración infinita de su rutina. Una eternidad abotargante pero tranquilizadora los acompaña en cada uno de sus actos. Las figuras son conocidas; una y otra vez han sido visitadas por la literatura o el cine e, inclusive, lo ha hecho la sociología y la historia: una oscura corrupción se desliza por el cuerpo comunitario al mismo tiempo que representa, ese cuerpo, la esencia de la moral pequeño burguesa sobre la que se sostiene el ideal norteamericano. El egoísmo, el prejuicio, la violencia contenida, el hartazgo, la sospecha generalizada, la hipocresía, son algunos de los síntomas que portan los habitantes -por otra parte simples e ingenuos- de Dogville. Ellos son la perfecta destilación del alma americana, su expresión depurada y la quintaesencia de lo que la destreza puritana supo forjar indeleblemente en la conciencia de los hombres y mujeres atravesados por la demanda de la ley y de una moralidad supuestamente inquebrantable.

Siendo un pueblo minúsculo e insignificante, apenas un resto borroso al que nadie llega ni del que casi nadie sale, Von Triers, con maestría, presenta, nos lo presenta, como la manifestación de lo humano, abriendo las rutas que nos conducen a una diversa y compleja gama de cuestiones morales, religiosas y políticas. Dogville está allí, en ese trazado imaginario que nos remite a los juegos de infancia, para deshacer nuestra ingenuidad, para quebrar los sueños bucólicos que acompañan la ficción de la pequeña comunidad protegida de la corrupción proveniente de la sociedad exterior, de aquella que se produce en la gran ciudad, en el centro de un mundo pervertido que nos recuerda, sin embargo, que queda un resto de bondad y moralidad intacta en ese pueblo colgado de la montaña y que vive en medio de la naturaleza. Cuando creemos haber arribado al puerto de los ideales, cuando respiramos aliviados ante la última reserva de bondad que queda en una tierra asolada por la maldad, Von Triers -como ya lo hizo en Europa y en Contra viento y marea- nos despierta brutalmente de nuestro ensimismamiento utópico, de nuestra recaída en el sueño de una humanidad que, en algún sitio del mundo, permanece incontaminada, guardiana última de la promesa salvífica.

El pueblo, cuyo nombre deberá ser motivo de indagación, marca de lo oscuro y ambiguo, será el escenario de un experimento del que todavía, en el comienzo de la película, no sabemos nada. Tiene que ver con la cuestión del don, de ese regalo que se da aunque no podamos darlo o, desde el otro costado, con reconocer la necesidad que tenemos de recibir el obsequio. El joven escritor-filósofo (hacia el final del film aparecerá esa condición como manifestación de una discursividad vacía, de un lenguaje que, apareciendo en principio como portador de ideales entrañables, será el vehículo de la destructividad, la abrumadora expresión del fraude y la cobardía) espera, en la monotonía de la eterna reiteración de lo mismo, que llegue algo que permita quebrar esa monotonía mostrando, al mismo tiempo, la profunda razón de sus alegatos teológico-morales. Es el que toma la palabra sin que se le preste demasiada atención, es apenas un bueno para nada que se pasa el día holgazaneando detrás de una escritura que se le sustrae. La llegada inesperada de Grace (Von Triers nos escamotea cualquier sutileza hermenéutica, nos libera de una interminable discusión alrededor de la significación de esa mujer, simplemente su nombre nos dice todo y nada, nos pone delante de la cuestión fundamental de la gracia, de ese acto prometido desde el origen y que lleva la señal de la salvación). Pero Grace llega como fugitiva, detrás suyo se ocultan signos inequívocos de violencia -los disparos han precedido su llegada- y, sin embargo, será para el joven escritor la última posibilidad de “salvar” a la comunidad de su egoísmo, de ponerla delante del amor genuino y de la aceptación del otro como imprescindible para la continuidad de una vida mejor. No es insignificante que en el comienzo, cuando se nos presenta de a poco el pueblo y sus habitantes, nos encontremos con la figura de Chuck, hombre ensimismado y agresivo en su pesimismo, que se enoja con uno de sus hijos porque le ha dado un hueso con restos de carne al perro, mientras que ellos casi nunca prueban ese alimento. Sus palabras son elocuentes: “un perro guardián debe sentir hambre para estar más atento a su misión”; no deja de ser sorprendente que ese mismo hombre que maltrata al perro, que lo reduce a mera función utilitaria, que luego será el primer violador, el que inaugura el fin de la representación en la que están todos envueltos, sea el más próximo a la naturaleza, especialmente a través del amor que siente por sus manzanos, amor que nadie alcanza a comprender. Grace, de quien en un principio desconfía Chuck, será, para él también, posibilidad de “salvación”. En verdad, y eso no deja de mostrarlo Von Triers, en un comienzo, cuando se han disipado las sospechas de la comunidad respecto a Grace, todos sienten una genuina alegría, el pueblo todo parece haber sido tocado por la Gracia.

El ciego y la inválida nos remiten, casi sin ninguna mediación, hacia Cristo que cura y salva ejerciendo la caridad del amor. Grace de a poco se va ganando la confianza de los pobladores, uno tras otro son seducidos por la humildad y el don de dar sin pedir nada a cambio. Inclusive el menos dispuesto, aquel que viniendo también de la ciudad no supo encontrar la paz que soñaba, terminará por otorgar su voto para que la dulce muchacha se quede entre ellos ejerciendo, aquí y allá, el trabajo redentor. De todos modos, Von Triers no se priva de penetrar en el alma egoísta y calculadora del puritanismo americano, de ese costado que mide las acciones de acuerdo a su rentabilidad y que no está dispuesto al acto sin rédito. Grace les trae la alegría, es la primavera y el verano que se posan sobre un pueblo abandonado de la mano de Dios que repentinamente ha encontrado, en su figura enigmática, la posibilidad de una vida mejor. Y sin embargo... el trabajo será el mecanismo purificador, el medio por el cual los habitantes del pueblo “explotarán” la gracia recibida. Inclusive el don de la felicidad debe estar garantizado por las reglas del intercambio burgués, debe expresar que algo se gana y que la donación no es pura gratuidad. De a poco el trabajo redentor se irá deslizando hacia la más cruda explotación que la totalidad del pueblo ejercerá sobre el cuerpo de Grace. El calvario está sellado desde un comienzo aunque nadie parezca, en un principio, reconocerlo.

¿Es acaso Grace la bondad inmaculada? ¿Qué implicaciones tiene la presencia de esa bondad en el seno de la comunidad humana? ¿Es responsable ese ángel que ha salido de la noche, de la metamorfosis que irá manifestándose hasta alcanzar la dimensión de la maldad destructiva? En el diálogo final entre Grace y su padre-gángster, encontramos reminiscencias de El gran inquisidor de Dostoievski, de su discurso en el que rechaza la segunda venida de Jesús, discurso en el que le dice que la oferta de libertad acabará por abrir una llaga incurable en el cuerpo de los seres humanos, lanzándolos a una alucinada búsqueda de lo imposible, de aquello que terminará por desgarrar los lazos de solidaridad y aceptación del destino. Viejo tema de la búsqueda del bien que abre las compuertas para la realización del mal; ya estaba en Schiller y en Goethe, lo reencontramos teorizado en La esencia de la libertad humana de Schelling y será uno de los motivos centrales de la literatura de Joseph Conrad. La Gracia libera fuerzas oscuras, mundos encriptados en el alma humana que, una vez derramados, se escapan a sus propios realizadores. Tal vez uno de los puntos centrales del film sea el de la metamorfosis que se va produciendo en el seno de la comunidad a medida que la experiencia de la bondad se vuelve cotidiana y se sostiene en los deseos egoístas de aquellos que han aceptado a la extranjera. Ni siquiera en el momento de consumación de la beatitud, ese acto de una donación aceptada, del regalo que descubre que todos necesitan de ese otro que en un principio aparecía como desamparado e incapaz de poder ofrecer algo valioso, digo, que ni siquiera en ese instante de “comunión” desaparece el costado utilitario, el cálculo de la rentabilidad que sigue estando en la base del estilo de vida norteamericano.

Von Triers juega con la inevitable metamorfosis que irá manifestándose, primero, en la comunidad y, después, en la muchacha que contemplará con fatigada desilusión que sus esperanzas se han marchitado irreversiblemente, que su apuesta por la reconciliación entre libertad y necesidad ha fracasado. El sueño visionario de Tom, sueño que hunde sus raíces en los ideales puritano-utópicos de una sociedad en la que el extraño es reconocido como aquel que trae un regalo cuyo contenido mágico-redencional permite desactivar el prejuicio que anida en el interior de la comarca. Ese ideal de la donación y la aceptación, articulado desde la gramática de la pureza virginal que ha emergido de la oscuridad y la violencia (Grace esconde un pasado indiscernible que la ha puesto fuera de la ley, de una ley que servirá de excusa para su progresivo envilecimiento a los ojos de unos ciudadanos ganados por el apego a la legalidad) será brutalmente desgarrado allí donde la sospecha nunca dejó de persistir. Apenas se diluyó en la ilusoria llegada de la primavera cuando todos se sintieron tocados y conmovidos por la pureza de la muchacha, una pureza que los volvía, a cada uno, más plenos y puros, almas bellas dispuestas para la vida buena. Grace, uno tras otro, fue ganando la confianza de los habitantes del pueblo; lo hizo con su trabajo y con ese detalle, sospechado por Tom, de la necesidad negada que ella sabría poner suavemente al descubierto volviéndose, su acción, indispensable. Allí se producirá, sin que sus actores alcancen a sospecharlo, el giro hacia la violencia explotadora. Como espectadores esperamos ese desenlace, apenas si fuimos engañados por las quince campanadas que le abren a Grace el corazón del pueblo; desde un comienzo sentimos el clima ominoso, intuimos la tragedia que se avecina, sospechamos de la hipocresía de la comunidad. Lo que quizás no llegamos a intuir era que la propia Grace sería la portadora del mal, que en ella estaría la semilla de la destrucción, una semilla que necesitaría de la complicidad del pueblo, verdadera tierra fértil sin la cual su crecimiento sería imposible. La ceguera, o la responsabilidad de Grace nace de creer en la pureza, es el resultado de confundir la vida humana con la bondad absoluta.

Dogville debe ser incorporada a la saga fílmica de Von Triers, especialmente a la recurrencia, en el cineasta danés, de metáforas cristianas que se entraman con una desolada presentación del alma humana, de su tendencia a desgarrar sueños y esperanzas. Ya en el joven norteamericano-alemán protagonista de Europa, que regresa a una Alemania mutilada en los días inmediatamente posteriores a la finalización de la guerra, podemos descubrir el fracaso de los ideales, el inesperado entramado de bondad y maldad, el enlodamiento del alma bella. El hundimiento de la humanidad no deja a nadie a salvo, ni siquiera a las víctimas. En Dogville sucede algo semejante: el itinerario de Grace, paralelo al del joven soñador que imagina que en su pueblo se guarda la posibilidad de una vida mejor, concluye en la catástrofe, en el derramamiento de sangre que ni siquiera perdona a los niños (también en Europa nos encontramos con ese mancillamiento generalizado). La escena en la que Grace debe castigar al niño por exigencia de éste representa la parábola de una inocencia putrefacta. Tampoco será casual que el joven idiota, el que siempre es vencido en el juego de damas por Tom, aquel que fue progresando a través de la ayuda de Grace, tendrá a su cargo el diseño y construcción de la cadena que desde el cuello de la muchacha se une a una rueda de hierro que le impide alejarse del pueblo-prisión. No hay, en la visión de Von Triers, lugar para la redención de los débiles (las diferencias con Kafka y Walser son evidentes, ya que para los dos escritores, como lo señaló Benjamin, son precisamente las criaturas pérdidas, humilladas, frágiles las que están salvadas). La catástrofe carece de redención, es la cruda expresión de una humanidad extraviada que ha hecho lo posible por enajenarse de Dios. En Contra viento y marea el sacrificio parecía tener algún sentido reparador; en Dogville acelera el tiempo de la destrucción.

Todo parece dirigirse hacia la catástrofe, las acciones de los protagonistas, inclusive aquellas preñadas de supuesta bondad e inocencia, no hacen más que acelerar los tiempos apocalípticos. ¿Metáfora del Juicio Final? La orgía de sangre con la que concluye la parábola de Grace, su metamorfosis sorprendente, ¿nos toma acaso desprevenidos? ¿no la esperábamos? ¿la violencia del inicio, aquella que anuncia la llegada del regalo, no puede ser leída retrospectivamente como la marca de lo inexorable, señal de una violencia que acabará aniquilando la vida del pueblo? No saber recibir el regalo, ser incapaz del reconocimiento, aprovechar bajamente la disponibilidad de aquello que se nos ofrece, quebrar todas las antiguas y venerables leyes de la hospitalidad, tal parecen ser las respuestas de los habitantes de Dogville, respuestas que signarán, en los días del final, el destino aciago de quienes no supieron recibir al huésped.

Digresión sobre la presencia del extranjero, la película, entre sus múltiples significaciones y acechanzas, nos habla de la llegada imposible del otro, de su inevitable colisión con un mundo articulado desde la lógica de la mismidad, que no sabe ni puede, y tal vez no quiere, descubrir la fecundidad de la que es portador el visitante, el que viene de otras tierras, del que aproxima la lejanía. Von Triers nos muestra el horror de una imposibilidad, la ceguera del que no ve, la violencia que nace de la ausencia de reconocimiento; es, en última instancia, la evidente manifestación de la fragilidad que envuelve al recién llegado. Desde Rosenzweig y Levinas, hasta Derrida y Agamben, la cuestión del otro, del extranjero-extraño, del que debiera recibir la hospitalidad que se le debe al llegado de lejos ha sido uno de los temas centrales y ejemplares de la reflexión filosófico-política que, a lo largo del siglo veinte, se ha vuelto imprescindible, lo que hay que pensar en este tiempo de inhumanidad y violencia inaudita. Dogville hace carne en esta cuestión urgente, nos interroga desde la impiedad de acciones cuya finalidad estaba escrita desde un comienzo como ruta hacia la perdición anunciada. La nihilidad apocalíptica con la que se cierra el experimento utópico-redencional soñado ilusoriamente por Tom, su postrera conciencia de la fuerza que ha desatado, coloca al film, y a la mirada de su autor, en un más allá de toda promesa y de toda esperanza es, propiamente, la clausura de lo mesiánico como brutalidad infernal. No puede haber misericordia para aquellos que dejaron pasar la oportunidad de redimirse redimiendo al otro, dejándose interpelar por el extraño. No puede haber misericordia para una humanidad ausente de sí misma, absorta en sus miserabilidades y en sus bajezas, incapaz de recibir con benevolencia y de dar sin pedir a cambio. Allí, inclusive en los momentos de mayor armonía, descubrimos que la supuesta aceptación de Grace, las quince campanadas “salvadoras”, el otorgamiento del refugio para el perseguido, se hace a cambio de los futuros “favores” que deberá otorgarles la joven y son el resultado de la “prueba” por la que ha tenido que atravesar a lo largo de dos semanas. Nunca hubo el gesto espontáneo de la hospitalidad, siempre nos encontramos con la astucia y el interés aunque en un principio no alcanzáramos a vislumbrarlo en toda su intensidad.

¿Qué nos está queriendo decir Von Triers a través del nombre del padre de Tom -Thomas Edison-? ¿por qué está siempre leyendo Tom Sawyer de Mark Twain? Suerte de representante del “saber” en un pueblo ausente de cualquier saber, médico retirado que se pasa el día viendo cómo su hijo se desliza hacia la inutilidad, su nombre es, al mismo tiempo, portador del sueño americano que ha sabido fusionar inteligencia experimental y rentabilidad económica. ¿Ironía? Dogville puede ser interpretada como una crítica feroz al mito americano, su puesta al descubierto. Es en este sentido, que me parece pertinente relacionar el film del realizador danés con Pandillas de New York de Scorsese, ya que también allí nos encontramos con la demolición de los mitos constitutivos de la nación junto con la recurrente y originaria presencia de la violencia, fuerza galvanizadora del itinerario norteamericano. Scorsese nos muestra de qué modo en el nacimiento estaba la violencia, cómo impregnaba todas las relaciones y a todos los sectores, una violencia cuya potencia destructiva, cuya capacidad para devorar a los contendientes queda manifestada sin ningún ocultamiento. En todo caso, Scorsese hace visible lo invisible del relato mitificante, nos ofrece la panorámica de una brutalidad gangsteril que irá delineando la travesía de la nación. Pandillas de Nueva York debe ser cotejada con el contexto histórico-político en el que su autor decide realizarla, a sabiendas que se enfrentará con la devastadora maquinaria del establischment que, después del 11 de septiembre, se ha multiplicado con inusual potencia haciendo hincapié, principalmente, en la grandeza de la historia norteamericana. Scorsese simplemente lee esa historia a contrapelo recogiendo los testimonios de aquellos que fueron vencidos, de esos otros que sufrieron en carne propia la consolidación del mito burgués hasta ser despedazados por la violencia fundadora del derecho de los poderosos. Su esfuerzo se dirige a clausurar la interpretación bucólica del origen nacional haciendo añicos inclusive aquellos relatos surgidos de la idealización de la lucha contra la esclavitud durante los años cruentos de la Guerra de Secesión. La brutalidad, la violencia despiadada, la corrupción, el engaño, la indolencia ante el fraude, la putrefacción generalizada, todo confluye en el nacimiento de una nación que luego hará invisibles aquellas marcas del origen. Pero lo que también nos está mostrando Scorsese es la continuidad de la violencia como norte orientador de la marcha histórica de América: ella está en el comienzo y se multiplica en el presente. Esa escena de una violencia arcaica y primitiva con la que se inicia la película se ha perpetuado en la actualidad de un imperio que sigue recurriendo a la fuerza al mismo tiempo que reclama su derecho a defender el orden de la democracia y la libertad. El agusanamiento es la característica más destacada de esa práctica que Scorsese ha sabido mostrarnos en su última obra, un agusanamiento que no deja a nadie intocado, acelerando los tiempos de una decadencia indetenible.

Dogville, desde otra perspectiva estética y entrando en otro sustrato de la sociedad norteamericana, también desnuda sus vicios y sus tramas de infinita crueldad, aquella que se manifiesta en medio de la supuesta armonía y en el festejo de la belleza del alma de una nación respetuosa de las leyes y hondamente marcada por el espíritu del puritanismo religioso. Von Triers desnuda sin ninguna complacencia el alma de una nación que ha forjado su hegemonía mundial en la más cruda amalgama de moralismo protestante y pragmatismo burgués. La presencia absoluta de la ley esconde, en verdad, la violencia que la funda y sobre la que después se ha basado su conservación; de una ley que le permite a los habitantes del pueblo apaciguar su mala conciencia y profundizar sus prácticas perversas que encuentran su justificación última en la consumación de la legitimidad emanada del respeto de una justicia que se adapta perfectamente a sus necesidades. La llegada del comisario al pueblo no hace más que evidenciar el fondo hipócrita sobre el que se sostienen las prácticas, habilitando a los “honestos” ciudadanos para aprovecharse de quien ha quedado al margen de la ley. Resulta evidente cómo funciona el principio de soberanía sobre el cuerpo de Grace, de un cuerpo disponible para hacer con él lo que se quiera allí donde el dictamen del derecho lo ha puesto en una zona gris. Igual que en el filme de Scorsese, en el que la violencia aparecía como fundando la trama de la nación, en Dogville nos encontramos con el mismo principio de una soberanía nacida de un acto fundacional de violencia que luego se irá multiplicando hasta alcanzar a la totalidad de la comunidad que logra hacer del cuerpo del otro el objeto de una bajeza amparada por el imperio de una ley cuya estructura viciada aparece desde un comienzo sin que nadie lo oculte ni tenga intenciones de hacerlo. En verdad, el cuerpo de Grace permanece fuera de la ley, se ha convertido, utilizando la categoría acuñada en la actualidad por Giorgio Agamben, en homo sacer, en nuda vida disponible para su aniquilamiento sin que sus verdugos se vuelvan jurídicamente responsables. La ley, en todo caso, está allí para señalar los límites y para remarcar la excepcionalidad como herramienta de aquel que ejerce la soberanía. Todo el pueblo se ha apropiado de ese cuerpo desprovisto de derechos, de un cuerpo-objeto que puede ser violado sin consecuencias, al que se puede maltratar, del que se puede disponer libremente. Un cuerpo ausente de derecho, puesto por la ley fuera de la ley marcando ese umbral, en permanente corrimiento, que amenaza con extender más y más las fronteras de la violencia soberana.

Dogville es más que una metáfora de las conductas que se despliegan en una pequeña comunidad en medio de una época de crisis y desolación; Von Triers recorre sus múltiples vericuetos destacando las profundas relaciones que se pueden establecer entre ese mundo aldeano, expresión anacrónica de un tiempo que ha disuelto los antiguos lazos comunitarios, y una época del mundo en la que la moralidad deja paso al más crudo pragmatismo. Todo está allí: el imperio de la ley que justifica y vuelve impune la acción de los ciudadanos ante aquel que ha quedado fuera de la ley y que casualmente le es funcional a las necesidades de la comunidad; también nos encontramos con la dialéctica de la utopía, su mutación en violencia indiscriminada que acaba por destruir a sus propios portadores; giro en el que se desnuda el núcleo decisivo del alma americana, su brutal amalgama de moralismo cristiano y pragmatismo burgués, ambos articulados férreamente por la lógica de la rentabilidad. Parábola cinematográfica a través de la cual vislumbramos la brutal caída de las ilusiones de las que eran portadores tanto el joven escritor utopista-puritano (suerte de alquimia de Thoureau y Emerson y la moralidad de los pioneros) como la joven muchacha que viene para redimir al pueblo de sus pecados pero que, a diferencia del sacrificio de Jesús, no aceptará inmolarse para salvar a los pecadores. Para Von Triers se acabaron las ilusiones, las cartas del juego están echadas y su resultado responde a la incapacidad humana de superar su propio egoísmo. La orgía de violencia con la que concluye la película, ese infierno de sangre y muerte que no perdona a nadie, constituye el punto de cierre del sueño americano pero es, también, metáfora cruda de la caída definitiva de la discursividad cristiana, una caída que marca el final de la trilogía iniciada por Europa, continuada en Contra viento y marea y saldada negativamente en Dogville. La mirada destemplada y gélida de Grace cierra el último resto de esperanza-conmiseración. Los disparos con los que se inició la historia se multiplican en su cierre cebándose en los cuerpos de aquellos que no supieron ser genuinamente justos, o que en su afán de serlo no hicieron más que desencadenar su propia destrucción.